Nuestro amigo Jorge Santillán, colaborador de este blog y autor y creador de la sección la CAJA LACADA, nos acerca en este ocasión un texto recogido durante una conferencia a la que asistío, siendo el poniente su paisano, el genial escritor Jorge Luís BORGES, no confundir con no menos genial Antonio Fraguas de Pablo, más conocido como FORGES (" stupendo, proclamo! ").
Jorge Santillán, me comentaba que en su asistencia, tenía la sensación de estar ante un "iluminado".
No pierdan detalle, y sean bienvenidos a un nuevo episodio de la CAJA LACADA. Gracias Jorge por hacer subir el nivel cultural de este humilde blog
LA CAJA LACADA VI ,
EL BUDISMO, según BORGES:
El
budismo
Una conferencia,
por Jorge Luis Borges
El tema de hoy será el
budismo. No entraré en esa larga historia que empezó hace dos mil quinientos
años en Benares, cuando un príncipe de Nepal - Siddharta o Gautama -, que había
llegado a ser el Buddha, hizo girar la rueda de la ley, proclamó las cuatro
nobles verdades y el óctuple sendero. Hablaré de lo esencial de esa religión,
la más difundida del mundo. Los elementos del budismo se han conservado desde
el siglo v antes de Cristo: es decir, desde la época de Heráclito, de
Pitágoras, de Zenón, hasta nuestro tiempo, cuando el doctor Suzuki la expone en
el Japón. Los elementos son los mismos. La religión ahora está incrustada de
mitología, de astronomía, de extrañas creencias, de magia, pero ya que el tema
es complejo, me limitaré a lo que tienen en común las diversas sectas. Éstas
pueden corresponder al Hinayana o el pequeño vehículo. Consideremos ante todo
la longevidad del budismo.
Esa longevidad puede
explicarse por razones históricas, pero tales razones son fortuitas o, mejor
dicho, son discutibles, falibles. Creo que hay dos causas fundamentales. La
primera es la tolerancia del budismo. Esa extraña tolerancia no corresponde,
como en el caso de otras religiones, a distintas épocas: el budismo siempre fue
tolerante.
No ha recurrido nunca al
hierro o al fuego, nunca ha pensado que el hierro o el fuego fueran
persuasivos. Cuando Asoka, emperador de la India, se hizo budista, no trató de
imponer a nadie su nueva religión. Un buen budista puede ser luterano, o
metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico,
puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En
cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser
budista.
La tolerancia del budismo no
es una debilidad, sino que pertenece a su índole misma. El budismo fue, ante
todo, lo que podemos llamar un yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma
palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín yugu.
Un yugo, una disciplina que
el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel
primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos
años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se
trata de sentido de un modo hondo, de sentido en cuerpo y alma; salvo, también,
que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma. Trataré de
exponerlo.
Además, hay otra razón. El
budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto
de fe. Así como la patria es un acto de fe. ¿Qué es, me he preguntado muchas
veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos. ¿Qué es ser
budista?
Ser budista, es, no
comprender, porque eso puede cumplirse en pocos minutos, sentir las cuatro
nobles verdades y el óctuple camino.
No entraremos en los
vericuetos del óctuple camino, pues esa cifra obedece al hábito hindú de
dividir y subdividir, pero si en las cuatro nobles verdades.
Hay, además, la leyenda del
Buddha. Podemos descreer de esa leyenda. Tengo un amigo japonés, budista zen,
con el cual he mantenido largas y amistosas discusiones. Yo le decía que creía
en la verdad histórica del Buddha. Creía, y creo, que hace dos mil quinientos
años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama que llegó a ser el
Buddha, es decir, el Despierto, el Lúcido -a diferencia de nosotros que estamos
dormidos o que estamos soñando ese largo sueño que es la vida -. Recuerdo una
frase de Joyce: "La historia es una pesadilla de la que quiero
despertarme." Pues bien, Siddharta, a la edad de treinta años, llegó a
despertarse y a ser el Buddha.
Con aquel amigo que era
budista (yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista)
yo discutía y le decía: "¿Por qué no creer en el príncipe Siddharta, que
nació en Kapilovastu quinientos años antes de la era cristiana?" Él me
respondía: "Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en
la Doctrina". Agregó, creo que con más ingenio que verdad, que creer en la
existencia histórica del Buddha o interesarse en ella seria algo así como
confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton.
Uno de los temas de meditación que tienen los monjes en los monasterios de la
China y el Japón, es dudar de la existencia del Buddha. Es una de las dudas que
deben imponerse para llegar a la verdad.
Las otras religiones exigen
mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las
tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en
Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y
que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha
existió o, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante
nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin
embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de
referirla.
Los franceses se han dedicado
con especial atención al estudio dé la leyenda del Buddha. Su argumento es
éste: la biografía del Buddha es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve
periodo de tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la
leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La
leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas esculturas y poemas. El
budismo, además de ser una religión, es una mitología, una cosmología, un
sistema metafísico, o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos, que no
se entienden y que discuten entre sí.
La leyenda del Buddha es
iluminativa y su creencia no se impone.
En el Japón se insiste en la
no historicidad del Buddha. Pero sí en la Doctrina. La leyenda empieza en el
cielo. En el cielo hay alguien que durante siglos y siglos, podemos decir
literalmente, durante un número infinito de siglos, ha ido perfeccionándose
hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha.
Elige el continente en que ha
de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro
continentes triangulares yen el centro hay una montaña de oro: el monte Meru.
Nacerá en el que corresponde a la India. Elige el siglo en que nacerá; elige la
casta, elige la madre. Ahora, la parte terrenal de la leyenda. Hay una reina,
Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre el albur de
parecernos extravagante pero no lo es para los hindúes.
Casada con el rey Suddhodana,
soñó que un elefante blanco de seis colmillos, que erraba en las montañas del
oro, entró en su costado izquierdo sin causarle dolor. Se despierta; el rey
convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo
que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha: el Despierto,
el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el
rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.
Volvamos al detalle del
elefante blanco de seis colmillos. Oldemberg hace notar que el elefante de la
India es animal doméstico y cotidiano. El color blanco es siempre símbolo de
inocencia. ¿Por qué seis colmillos? Tenemos que recordar (habrá que recurrir a
la historia alguna vez) que el número seis, que para nosotros es arbitrario y
de algún modo incómodo (ya que preferimos el tres o el siete), no lo es en la
India, donde se cree que hay seis dimensiones en el espacio: arriba, abajo,
atrás, adelante, derecha, izquierda. Un elefante blanco de seis colmillos no es
extravagante para los hindúes.
El rey convoca a los magos y
la reina da a luz sin dolor. Una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El
hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al
Oeste, y dice con voz de león: "Soy el incomparable; éste será mi último
nacimiento". Los hindúes creen en un número infinito de nacimientos
anteriores. El príncipe crece, es el mejor arquero, es el mejor jinete, el
mejor nadador, el mejor atleta, el mejor calígrafo, confuta a todos los
doctores (aquí podemos pensar en Cristo y los doctores). A los dieciséis años
se casa.
El padre sabe - los
astrólogos se lo han dicho - que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el
hombre que salva a todos los demás si conoce cuatro hechos que son: la vejez,
la enfermedad, la muerte y el ascetismo. Recluye a su hijo en un palacio, le
suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una
exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: eran ochenta y cuatro
mil.
El príncipe vive una vida
feliz; ignora que hay sufrimiento en el mundo, ya que le ocultan la vejez, la
enfermedad y la muerte. El día predestinado sale en su carroza por una de las
cuatro puertas del palacio rectangular. Digamos, por la puerta del Norte.
Recorre un trecho y ve un ser distinto de todos los que ha visto. Está
encorvado, arrugado, no tiene pelo. Apenas puede caminar, apoyándose en un
bastón. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. El cochero le
contesta que es un anciano y que todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe vuelve al
palacio, perturbado. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur.
Ve en una zanja a un hombre aún más extraño, con la blancura de la lepra y el
rostro demacrado. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. Es un
enfermo, le contesta el cochero; todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe, ya muy inquieto, vuelve al palacio. Seis días más tarde sale
nuevamente y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de
esta vida. A ese hombre lo llevan otros. Pregunta quién es. El cochero le dice
que es un muerto y que todos seremos ese muerto si vivimos lo suficiente.
El príncipe está desolado.
Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad
de la enfermedad, la verdad de la muerte. Sale una cuarta vez. Ve a un hombre
casi desnudo, cuyo rostro está lleno de serenidad. Pregunta quién es. Le dicen
que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la
beatitud.
El príncipe resuelve
abandonar todo; él, que ha llevado una vida tan rica. El budismo cree que el
ascetismo puede convenir, pero después de haber probado la vida. No se cree que
nadie deba empezar negándose nada. Hay que apurar la vida hasta las heces y
luego desengañarse de ella; pero no sin conocimiento de ella.
El príncipe resuelve ser el
Buddha. En ese momento le traen una noticia: su mujer, Jasodhara, ha dado a luz
un hijo. Exclama: "Un vínculo ha sido forjado." Es el hijo que lo ata
a la vida. Por eso le dan el nombre de Vínculo. Siddharta está en su harén,
mira a esas mujeres que son jóvenes y bellas y las ve ancianas horribles, leprosas.
Va al aposento de su mujer. Está durmiendo. Tiene al niño en los brazos. Está
por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se
va.
Busca maestros. Aquí tenemos
una parte de la biografía que puede no ser legendaria. ¿Por qué mostrarlo
discípulo de maestros que después abandonará? Los maestros le enseñan el
ascetismo, que él ejerce durante mucho tiempo. Al final está tirado en medio
del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo ven desde los treinta y
tres cielos, piensan que ha muerto. Uno de ellos, el más sabio, dice:
"No, no ha muerto; será
el Buddha". El príncipe se despierta, corre a un arroyo que está cerca,
toma un poco de alimento y se sienta bajo la higuera sagrada: el árbol de la
ley, podríamos decir.
Sigue un entreacto mágico,
que tiene su correspondencia con los Evangelios: es la lucha con el demonio. El
demonio se llama Mara.
Ya hemos visto esa palabra
nightmare, demonio de la noche. El demonio siente que domina el mundo pero que
ahora corre peligro y sale de su palacio. Se han roto las cuerdas de sus
instrumentos de música, el agua se ha secado en las cisternas. Apresta sus
ejércitos, monota en el elefante que tiene no sé cuántas millas de altura,
multiplica sus brazos, multiplica sus armas y ataca al príncipe. El príncipe
está sentado al atardecer bajo el árbol del conocimiento, ese árbol que ha
nacido al mismo tiempo que él.
El demonio y sus huestes de
tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas.
Cuando llegan a él, son flores. Le arrojan montañas de fuego, que forman un
dosel sobre su cabeza. El príncipe medita inmóvil, con los brazos cruzados.
Quizá no sepa que lo están atacando. Piensa en la vida; está llegando al
nirvana, a la salvación. Antes de la caída del sol, el demonio ha sido
derrotado. Sigue una larga noche de meditación; al cabo de esa noche, Siddharta
ya no es Siddharta. Es el Buddha: ha llegado al nirvana.
Resuelve predicar la ley. Se
levanta, ya se ha salvado, quiere salvar a los demás. Predica su primer sermón
en el Parque de las Gacelas de Benares. Luego otro sermón, el del fuego, en el
que dice que todo está ardiendo: almas, cuerpos, cosas están en: fuego. Más o
menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego.
Su ley no es la del
ascetismo, ya que para el Buddha el ascetismo es un error. El hombre no debe
abandonarse a la vida carnal porque la vida carnal es baja, innoble, bochornosa
y dolorosa; tampoco al ascetismo, que también es innoble y doloroso. Predica
una vía media -para seguir la terminología teológica -, ya ha alcanzado el
nirvana y vive cuarenta y tantos años, que dedica a la prédica. Podría haber
sido inmortal pero elige el momento de su muerte, cuando ya tiene muchos
discípulos.
Muere en casa de un herrero.
Sus discípulos lo rodean. Están desesperados. ¿Qué van a hacer sin él? Les dice
que él no existe, que es un hombre como ellos, tan irreal y tan mortal como
ellos, pero que les deja su Ley. Aquí tenemos una gran diferencia con Cristo.
Creo que Jesús les dice a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el
tercero. En cambio, el Buddha les dice: les dejo mi Ley. Es decir, ha puesto en
movimiento la rueda de la ley en el primer sermón. Luego vendrá la historia del
budismo. Son muchos los hechos: el lamaísmo, el budismo mágico, el Mahayana o
gran vehículo, que sigue al Hinavana o pequeño vehículo, el budismo zen del
Japón.
Yo tengo para mí que si hay
dos budismos que se parecen, que son casi idénticos, son el que predicó el
Buddha y lo que se enseña ahora en la China y el Japón, el budismo zen. Lo
demás son incrustaciones mitológicas, fábulas. Algunas de esas fábulas son
interesantes. Se sabe que el Buddha podía ejercer milagros, pero al igual que a
Jesucristo, le desagradaban los milagros, le desagradaba ejercerlos. Le parece
una ostentación vulgar. Hay una historia que contaré: la del bol de sándalo.
Un mercader, en una ciudad de
la India, hace tallar un pedazo de sándalo en forma de bol. Lo pone en lo alto
de una serie de cañas de bambú, una especie de altísimo palo enjabonado. Dice
que dará el bol de sándalo a quien pueda alcanzarlo. Hay maestros heréticos que
lo intentan en vano. Quieren sobornar al mercader para que diga que lo han
alcanzado. El mercader se niega y llega un discípulo menor del Buddha. Su
nombre no se menciona, fuera de ese episodio.
El discípulo se eleva por el
aire, vuela seis veces alrededor del bol, lo recoge y se lo entrega al
mercader. Cuando el Buddha oye la historia lo hace expulsar de la orden, por
haber realizado algo tan baladí.
Pero también el Buddha hizo
milagros. Por ejemplo éste, un milagro de cortesía. El Buddha tiene que
atravesar un desierto a la hora del mediodía. Los dioses, desde sus treinta y
tres cielos, le arrojan una sombrilla cada uno. El Buddha, que no quiere
desairar a ninguno de los dioses, se multiplica en treinta y tres Buddhas, de
modo que cada uno de los dioses ve, desde arriba, un Buddha protegido por la
sombrilla que le ha arrojado.
Entre los hechos del Buddha
hay uno iluminativo: la parábola de la flecha. Un hombre ha sido herido en
batalla y no quiere que le saquen la flecha. Antes quiere saber el nombre del
arquero, a qué casta pertenecía, el material de la flecha, en qué lugar estaba
el arquero, qué longitud tiene la flecha. Mientras están discutiendo estas cuestiones,
se muere. "En cambio -dice el Buddha-, yo enseño a arrancar la
flecha." ¿Qué es la flecha? Es el universo. La flecha es la idea del yo,
de todo lo que llevamos clavado. El Buddha dice que no debemos perder tiempo en
cuestiones inútiles. Por ejemplo: ¿es finito o infinito el universo? ¿El Buddha
vivirá después del nirvana o no? Todo eso es inútil, lo importante es que nos
arranquemos la flecha.
Se trata de un exorcismo, de
una ley de salvación.
Dice el Buddha: "Así
como el vasto océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, el sabor de la
leyes el sabor de la salvación". La ley que él enseña es vasta como el mar
pero tiene un solo sabor: el sabor de la salvación. Desde luego, los
continuadores se han perdido (o han encontrado tal vez mucho) en disquisiciones
metafísicas. El fin del budismo no es ése. Un budista puede profesar cualquier
religión, siempre que siga esa ley. Lo que importa es la salvación y las cuatro
nobles verdades: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la curación del
sufrimiento y el medio para llegar a la curación. Al final está el nirvana. El
orden de las verdades no importa. Se ha dicho que corresponden a una antigua
tradición médica en que se trata del mal, del diagnóstico, del tratamiento y de
la cura. La cura, en este caso, es el nirvana.
Ahora llegamos a lo difícil.
A lo que nuestras mentes occidentales tienden a rechazar. La transmigración,
que para nosotros es un concepto ante todo poético. Lo que transmigra no es el
alma, porque el budismo niega la existencia del alma, sino el karma, que es una
suerte de organismo mental, que transmigra infinitas veces. En el Occidente esa
idea está vinculada a varios pensadores, sobre todo a Pitágoras. Pitágoras
reconoció el escudo con el que se había batido en la guerra de Troya, cuando él
tenía otro nombre. En el décimo libro de La República de Platón está el sueño
de Er. Ese soldado ve las almas que antes de beber en el rio del Olvido, eligen
su destino. Agamenón elige ser un águila, Orfeo un cisne y Ulises -que alguna
vez se llamó Nadie- elige ser el más modesto y el más desconocido de los
hombres. .
Hay un pasaje de Empédocles
de Agrigento que recuerda sus vidas anteriores: "Yo fui doncella, yo fui
una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar." César
atribuye esa doctrina a los druidas. El poeta celta Taliesi dice que no hay una
forma en el universo que no haya sido la suya: "He sido un jefe en la
batalla, he sido una espada en la mano, he sido un puente que atraviesa sesenta
ríos, estuve hechizado en la espuma del agua, he sido una estrella, he sido una
luz, he sido un árbol, he sido una palabra en un libro, he sido un libro en el
principio." Hay un poema de Rubén Darío, tal vez el más hermoso de los
suyos, que empieza así: "Yo fui un soldado que durmió en el lecho / de
Cleopatra la reina..." La transmigración ha sido un gran tema de la
literatura. La encontramos, también entre los místicos. Plotino dice que pasar
de una vida a otra es como dormir en distintos lechos y en distintas
habitaciones. Creo que todos hemos tenido alguna vez la sensación de haber
vivido un momento parecido en vidas anteriores.
En un hermoso poema de Dante Gabriel Rossetti, "Sudden light", se lee, I have been here before, "Yo estuve aquí". Se dirige a una mujer que ha poseído o que va a poseer y le dice: "Tú ya has sido mía y has sido mía un número infinito de veces y seguirás siendo mía infinitamente." Esto nos lleva a la doctrina de los ciclos, que está tan cerca del budismo, y que San Agustín refutó en La Ciudad de Dios.
En un hermoso poema de Dante Gabriel Rossetti, "Sudden light", se lee, I have been here before, "Yo estuve aquí". Se dirige a una mujer que ha poseído o que va a poseer y le dice: "Tú ya has sido mía y has sido mía un número infinito de veces y seguirás siendo mía infinitamente." Esto nos lleva a la doctrina de los ciclos, que está tan cerca del budismo, y que San Agustín refutó en La Ciudad de Dios.
Porque a los estoicos y a los
pitagóricos les había llegado la noticia de la doctrina hindú: que el universo
consta de un número infinito de ciclos que se miden por calpas. La calpa
trasciende la imaginación de los hombres. Imaginemos una pared de hierro. Tiene
dieciséis millas de alto y cada seiscientos años un ángel la roza. La roza con
una tela finísima de Benares. Cuando la tela haya gastado la muralla que tiene
dieciséis millas de alto, habrá pasado el primer día de una de las calpas y los
dioses también duran lo que duran las calpas y después mueren.
La historia del universo está
dividida en ciclos y en esos ciclos hay largos eclipses en los que no hay nada
o en los que sólo quedan las palabras del Veda. Esas palabras son arquetipos
que sirven para crear las cosas. La divinidad Brahma muere también y renace.
Hay un momento bastante patético en el que Brahma se encuentra en su palacio.
Ha renacido después de una de esas calpas, después de uno de esos eclipses.
Recorre las habitaciones, que están vacías. Piensa en otros dioses. Los otros
dioses surgen a su mandato; y creen que el Brahma los ha creado porque estaban
ahí antes.
Detengámonos en esta visión
de la historia del universo. En el budismo no hay un Dios; o puede haber un
Dios pero no es lo esencial. Lo esencial es que creamos que nuestro destino ha
sido prefijado por nuestro karma o karman. Si me ha tocado nacer en Buenos
Aires en 1899, si me ha tocado ser ciego, si me ha tocado estar pronunciando
esta noche esta conferencia ante ustedes, todo esto es obra de mi vida anterior.
No hay un solo hecho de mi vida que no haya sido prefijado por mi vida
anterior. Eso es lo que se llama el karma. El karma, ya lo he dicho, viene a
ser una estructura mental, una finísima estructura mental.
Estamos tejiendo y
entretejiendo en cada momento de nuestra vida. Es que tejen, no sólo nuestras
voliciones, nuestros actos, nuestros semisueños, nuestro dormir, nuestra
semivigilia: perpetuamente estamos tejiendo esa cosa. Cuando morimos, nace otro
ser que hereda nuestro karma.
Deussen, discípulo de
Schopenhauer, que quiso tanto al budismo, cuenta que se encontró en la India
con un mendigo ciego y se compadeció de él. El mendigo le dijo: "Si yo he
nacido ciego, ello se debe a las culpas cometidas en mi vida anterior; es justo
que yo sea ciego".
La gente acepta el dolor.
Gandhi se opone a la fundación de hospitales diciendo que los hospitales y las
obras de beneficencia simplemente atrasan el pago de una deuda, que no hay que
ayudar a los demás: si los demás sufren deben sufrir puesto que es una culpa
que tienen que pagar y si yo los ayudo estoy demorando que paguen esa deuda, El
karma es una ley cruel, pero tiene una curiosa consecuencia matemática: si mi
vida actual está determinada por mi vida anterior, esa vida anterior estuvo
determinada por otra; y ésa, por otra, y así sin fin. Es decir: la letra z
estuvo determinada por la y, la y por la x, la x por la v, la v por la u, salvo
que ese alfabeto tiene fin pero no tiene principio. Los budistas y los hindúes,
en general, creen en un infinito actual; creen que para llegar a este momento
ha pasado ya un tiempo infinito, y al decir infinito no quiero decir
indefinido, innumerable, quiero decir estrictamente infinito.
De los seis destinos que
están permitidos a los hombres (alguien puede ser un demonio, puede ser una
planta, puede ser un animal), el más difícil es el de ser hombre, y debemos
aprovecharlo para salvarnos.
El Buddha imagina en el fondo
del mar una tortuga y una ajorca que flota. Cada seiscientos años, la tortuga
saca la cabeza y seria muy raro que la cabeza calzara en la ajorca. Pues bien,
dice el Buddha, "tan raro como el hecho de que suceda eso con la tortuga y
la ajorca es el hecho de que seamos hombres. Debemos aprovechar el ser hombres
para llegar al nirvana".
¿Cuál es la causa del sufrimiento,
la causa de la vida, ya que negamos el concepto de un Dios, ya que no hay un
dios personal que cree el universo? Ese concepto es lo que Buddha llama la zen.
La palabra zen puede parecernos extraña, pero vamos a compararla con otras
palabras que conocemos.
Pensemos por ejemplo en la
Voluntad de Schopenhauer. Schopenhauer concibe Die Welt als Wille und
Vorstellung, El mundo como voluntad y representación. Hay una voluntad que se
encarna en cada uno de nosotros y produce esa representación que es el mundo.
Eso lo encontramos en otros
filósofos con un nombre distinto. Bergson habla del élan vital, del ímpetu
vital; Bernard Shaw, de the life force, la fuerza vital, que es lo mismo. Pero
hay una diferencia: para Bergson y para Shaw el élan vital son fuerzas que
deben imponerse, debemos seguir soñando el mundo, creando el mundo. Para
Schopenhauer, para el sombrío Schopenhauer, y para el Buddha, el mundo es un
sueño, debemos dejar de soñarlo y podemos llegar a ello mediante largos
ejercicios. Tenemos al principio el sufrimiento, que viene a ser la zen. Y la
zen produce la vida y la vida es, forzosamente, desdicha; ya que ¿qué es vivir?
Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir, además de otros males, entre
ellos uno muy patético, que para el Buddha es uno de los más patéticos: no
estar con quienes queremos.
Tenemos que renunciar a la
pasión. El suicidio no sirve porque es acto apasionado. El hombre que se
suicida está siempre en el mundo de los sueños. Debemos llegar a comprender que
el mundo es una aparición, un sueño, que la vida es sueño. Pero eso debemos
sentirlo profundamente, llegar a ello a través de los ejercicios de meditación.
En los monasterios budistas
uno de los ejercicios es éste: el neófito tiene que vivir cada momento de su
vida viviéndolo plenamente. Debe pensar: "ahora es el mediodía, ahora
estoy atravesando el patio, ahora me encontraré con el superior", y al
mismo tiempo debe pensar que el mediodía, el patio y el superior son irreales,
son tan irreales como él y como sus pensamientos. Porque el budismo niega el
yo.
Una de las desilusiones
capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y
con nuestro Macedonia Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de
estados mentales. Si digo "yo pienso", estoy incurriendo en un error,
porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el
pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no "yo
pienso", sino "se piensa", como se dice "llueve". Al
decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo
algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir:
se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.
En los monasterios budistas
los neófitos son sometidos a una disciplina muy dura. Pueden abandonar el
monasterio en el momento que quieran. Ni siquiera -me dice María Kodama - se
anotan los nombres. El neófito entra en el monasterio y lo someten a trabajos
muy duros. Duerme y al cabo de un cuarto de hora lo despiertan; tiene que
lavar, tiene que barrer; si se duerme lo castigan físicamente. Así, tiene que
pensar todo el tiempo, no en sus culpas, sino en la irrealidad de todo. Tiene
que hacer un continuo ejercicio de irrealidad.
Llegamos ahora al budismo zen
y a Bodhidharma. Bodhidharma fue el primer misionero, en el siglo VI.
Bodhidharma se traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador
que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y santuarios y le
informa del número de neófitos budistas. Bodhidharma le dice: 'Todo eso pertenece
al mundo de la ilusión; los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y
como yo." Después se va a meditar y se sienta contra una pared.
La doctrina llega al Japón y
se ramifica en diversas sectas. La más famosa es la zen. En la zen se ha
descubierto un procedimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después
de años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una serie de
silogismos. Uno debe
intuir de pronto la verdad.
El procedimiento se llama satori y consiste en un hecho brusco, que está más
allá de la lógica.
Nosotros pensamos siempre en
términos de sujeto, objeto, causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su
contrario; tenemos que rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen,
llegar a la verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógica. El
neófito pregunta al maestro qué es el Buddha. El maestro le responde: "El
ciprés es el huerto." Una contestación del todo ilógica que puede
despertar la verdad. El neófito pregunta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El
maestro puede responder: "Tres libras de lino." Estas palabras no
encierran un sentido alegórico; son una respuesta disparatada para despertar,
de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El discípulo puede
preguntar algo y el maestro puede contestar con un golpe. Hay una historia
-desde luego tiene que ser legendaria- sobre Bodhidharma.
A Bodhidharma lo acompañaba
un discípulo que le hacía preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El
discípulo trataba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo izquierdo
y se presentó ante el maestro como una prueba de que quería ser su discípulo.
Como una prueba de su intención se mutiló deliberadamente. El maestro, sin
fijarse en el hecho, que al fin de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio,
le dijo: "¿Qué quieres?" El discípulo le respondió:
"He estado buscando mi
mente durante mucho tiempo y no la he encontrado." El maestro resumió:
"No la has encontrado porque no existe." En ese momento el discípulo
comprendió la verdad, comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es
irreal. Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.
Es muy difícil exponer una
religión, sobre todo una religión que uno no profesa. Creo que lo importante no
es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina;
una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige de nosotros el
ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal.
Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre
nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.
Uno de los temas de
meditación del budismo zen es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si
yo fuera un monje budista pensaría en este momento que he empezado a vivir
ahora, que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la historia
universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden intelectual nos iremos
liberando de la zen. Una vez que comprendamos que el yo no existe, no
pensaremos que el yo puede ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz.
Llegaremos a un estado de
calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga a la sensación del
pensamiento y una prueba de ello estaría en la leyenda del Buddha. El Buddha,
bajo la higuera sagrada, llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y
predicando la ley durante muchos años.
¿Qué significa llegar al
nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras. Mientras
estamos en este mundo estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos
entreteje esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos llegado al
nirvana nuestros actos ya no proyectan sombras, estamos libres. San Agustín
dijo que cuando estamos salvados no tenemos por qué pensar en el malo en el
bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello.
¿Qué es el nirvana? Buena parte
de la atención que ha suscitado el budismo en el Occidente se debe a esta
hermosa palabra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo
precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apagamiento. Se ha
conjeturado que cuando alguien alcanza el nirvana, se apaga. Pero cuando muere,
hay gran nirvana, y entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista
austriaco hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la idea de la
extinción no era entonces la misma que ahora: porque se pensaba que una llama,
al apagarse, no desaparecía.
Se pensaba que la llama
seguía viviendo, que perduraba en otro estado, y decir nirvana no significaba
forzosamente la extinción. Puede significar que seguimos de otro modo. De un
modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de los místicos son
metáforas nunciales, pero las de los budistas son distintas. Cuando se habla
del nirvana no se habla del vino del nirvana o de la rosa del nirvana o del
abrazo del nirvana. Se lo compara, más bien, con una isla. Con una isla firme
en medio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede comparárselo
con un jardín, también. Es algo que existe por su cuenta, más allá de nosotros.
Lo que he dicho hoy es
fragmentario. Hubiera sido absurdo que yo expusiera una doctrina a la cual he
dedicado tantos años -y de la que he entendido poco, realmente - con ánimo de
mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una pieza de museo: es un
camino de salvación. No para mí, pero para millones de hombres. Es la religión
más difundida del mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla
esta noche.